miércoles, 11 de julio de 2007

En Homenaje a Eladia Cantero

Pintura de Eliseo Meifren i Roig

Puesto que en esta web se trata de hablar de Nueva Carteya o de carteyanos, y como quiero participar de alguna manera, aunque no viva en este pueblo del que tan hermosos recuerdos tengo, yo quiero hablar sobre mi abuela, Eladia Cantero. Una carteyana de la que aprendí un montón de cosas.

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La casa de mi abuela, días antes de la Navidad, olía a canela, a granos de anís, a aceite de oliva, a almendras, a miel... Y el resto del año, por las ventanas que daban al patio, se colaba el perfume de las rosas, las violetas, los don diegos de noche y los geranios. También había una parra que en agosto se adornaba de gruesos racimos de uvas moradas. Las avispas zumbaban a su alrededor y yo, sumida en el sopor de la tarde veraniega, las miraba hacer sus acrobacias cuidando de que no se acercaran demasiado, por temor a sus picaduras. Incluso hubo una morera de tronco grueso y rugoso por el que serpenteaban hileras de hormigas negras y algunas arañas diminutas. Cuando las moras maduraban, el suelo se teñía de malva, y con sus hojas mis hermanos, mis primos y yo alimentábamos los pequeños gusanos de seda que guardábamos en una caja de zapatos. Un día, ya no recuerdo cuándo, cortaron la morera y con ella cercenaron un buen pedazo de la historia familiar.

Mi abuela, además de hacer pestiños, tortitas, magdalenas y otros dulces que nos dejaban los dedos y la barbilla chorreando miel y alegría, era costurera. Lo había sido desde que era una jovencita e iba por las casas de las familias pudientes tomando medidas, probando vestidos, cosiendo volantes y puntillas, subiendo falsos, ajustando hombreras... El comedor de la casa era su atelier de couture. Y, también, cuando yo iba de vacaciones, mi sala de juegos. Los cestos con retales de telas de organdí, de piqué, de algodón, de percal, de seda, al igual que los hilos de colores, junto con los figurines, las tijeras, el metro, las agujas y los alfileres, me hablaban de un mundo íntimo donde las mujeres hilvanaban su vida diaria, sus sencillas historias, al ritmo de las canciones de Imperio Argentina, de Juanito Valderrama, de Paquita Rico, de Marifé de Triana, o de las novelas radiofónicas que cada tarde, a las cuatro, dejaban oír las voces de Matilde Conesa, Pedro Pablo Ayuso, Matilde Vilariño, Juana Ginzo...

Yo era muy pequeña, pero eso no me impedía comprender –sin saberlo- que aquel salón, con la abuelita, mi madre, las titas y alguna que otra vecina, era una especie de santuario donde los varones no tenían lugar. Los días de mucho calor las sesiones de costura se celebraban en el patio, bajo la parra. Mientras las mujeres cosían, charlaban, reían, yo cortaba pétalos de geranios y me ponía uñas postizas. A veces mi abuela me dejaba que regara las plantas, pero en general, quien las regaba y cuidaba, a la caída de la tarde, era ella. Se movía lentamente, de aquí para allá, arreglando tallos, cortando hojas y flores muertas, esponjando la tierra...

Su patio era, me imagino, como los demás patios del pueblo: muros blancos con tiestos de los que colgaban las gitanillas de color de rosa; macetones de geranios rojos como la sangre alineados junto a las paredes; jazmines y rosales en las esquinas; violetas en las ventanas, y en un pequeño arriate cultivaba la hierbabuena, el perejil, la albahaca, y alguna que otra malva real de hojas ásperas y flores maravillosas, en cuyos cálices libaban gruesos abejorros y pequeñas mariposas.

La abuela era como su casa: limpia, alegre, generosa, acogedora, discreta... Su pelo blanco, siempre lo tenía recogido en un moño; sus manos huesudas, cubiertas de manchitas marrones eran manos que olían a pan y a aceite, que prodigaban caricias, limpiaban mocos, alisaban los cabellos rebeldes, enjugaban lágrimas y repartían amor entre todos, y en los bolsillos de su mandil de cuadros azules, siempre guardaba algún caramelo para los más pequeños.

Mi abuela se marchó un día, sin estridencias, discretamente, con la misma serenidad que había vivido. Y a mi me dejó el recuerdo de un mundo de color y de amor, mezclado con el sabor y el olor de la canela, el aceite, la almendra y los granitos de anís.


María del Carmen Polo
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Un beso para mis primos, Francisco, Carmen, Vicente y Miguel, del bar Las Palmeras.

Otro más para mis otros primos, Eladio, Francisco y Miguel Ángel Polonio Polo.

Y también para mi primos Josefina y Miguel Polo Polo.

Y mis cariños para toda mi familia carteyana, a muchos de cuyos miembros apenas conozco pero que me encantaría conocer.

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2 comentarios:

A las 12 de julio de 2007, 8:35 , Anonymous Anónimo ha dicho...

hola, se me han puesto los pelos de punta con tu relato, decirte que muchas cosas de las que decías me recordaban a mi abuela que aún hoy sigue viva pero de una forma muy cruel,ella era buena, cariñosa, tambien cosía y hacía pestiños, mojete que le encantaba a mi padre y que mis titas le siguen haciendo cada vez que vamos. Saludos

 
A las 18 de julio de 2007, 12:24 , Anonymous Anónimo ha dicho...

Hola Prima, que tal muy bonito todo lo que escribes, impresionante el homenaje a la abuela Eladia.
Me ha comentado mi hermana, si que habia visitado este blog pero nunca profundice en los los participantes,

Un beso a todos

Tu primo Miguel

 

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