viernes, 31 de agosto de 2007

Leyenda de montes y olivos

Pintura de Eliseo Meifren i Roig


Bajaba por los montes en oleadas, en bandadas, como las sombras que se deslizaban, furtivas, entre los troncos de los olivos; como las nubes de zorzales que se enredaban entre las hojas verde y plata, haciendo arabescos entras las ramas o a ras de suelo, antes de caer apresadas en las redes de los cazadores.

Se deslizaba como el agua desbordada de los arroyos en la primavera lluviosa; como la liebre asustada ante el ladrido de los perros.

Se escurría sin llamar la atención y se acomodaba en los nidos de los gorriones, en la base de las cepas, en las matas de tomates o de las habichuelas...

Se ocultaba y esperaba, esperaba...

Aguardaba acurrucada cual oruga que comienza su proceso de cambio o como el caracol que se adhiere al muro y se dispone a aislarse del mundo... y cuando el extraño se acercaba hasta el lugar, cuando alguien ajeno al pueblo se rozaba contra el árbol o la vid, ella despertaba y le saltaba directo a las fosas nasales, a los ojos, a la boca y al corazón.

Desde ese momento la persona, presa de la "emoción", sucumbía y ya no podía dejar de pensar en aquel sitio. Quedaba prendado de los montes, de la cal de los cortijos, de la luz que resalta los contornos, del verde de la higuera, del oro de las parras, del blanco o el amarillo de las margaritas silvestres, y del aroma del olivar, con sus flores resplandecientes, cuajadas del rocío en el amanecer.

Ella realizaba su trabajo, calladamente. Una y otra vez. Eternamente.

Por tanto... Prestad atención, extranjeros, porque de nada servirá ir prevenidos contra este ataque de placer que más tarde se convertirá en añoranza.

Y a los paisanos yo os digo que miréis bien cuando caminéis por la carretera, en el punto Cabra, en el punto Baena o en el punto Montilla, y si véis un leve resplandor, una suave neblina o sentís como un suspiro enroscado en la raicilla de una flor o en el sarmiento, seguid sin parar vuestro camino, no la molestéis ni espantéis, que la "emoción" es tímida y no requiere aspavientos ni requiebros.

Dejadla cumplir con su cometido que no es otro que seducir y enamorar al no nacido en Nueva Carteya, como una dama altiva y hermosa... por los tiempos de los tiempos.

Y creedme, sé que esta leyenda es verdad porque yo la acabo de crear.


María del Carmen Polo

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lunes, 20 de agosto de 2007

Farolillos, sevillanas...

Cuadro de Eliseo Meifren i Roig


… y aroma a rosa y jazmín en las noches de la feria carteyana.

A veces no es posible la presencia física en tan popular festejo y uno tiende a envidiar a los que allí se encuentran. Entra en juego, entonces, la nostalgia. La nostalgia, el recuerdo y... las comparaciones. Porque es inevitable escuchar a unos y otros decir que las cosas han cambiado, que las fiestas del pasado siempre tuvieron más brillo, más alegría o más duende. Sin embargo, sea echando la vista atrás, o viviendo el presente, para mí está claro que el término ‘feria’ tiene un sentido mágico y que ésta no debería desaparecer nunca de la cultura popular puesto que la feria es cultura.

Son esos festejos anuales, tan deseados, que despiertan al pueblo del sopor del verano. Y sirven de renovación del mismo, también. Decir ‘feria’, pronunciar esa jubilosa palabra, saborearla, tiene casi el mismo efecto sobre nosotros que el paladear el primer sorbo de cerveza bien fría o una copa de manzanilla tras la dura mañana de trabajo. Su sabor se apodera de cada papila gustativa, de cada sentido, de cada fibra de nuestro ser y nos estimula, nos excita, nos hace percibir mucho más remarcado todo ese mundo que vibra a nuestro alrededor.

La llegada de la feria se intuye mucho antes de que sea una realidad. Se acerca, en oleadas, a través de los montes y los caminos; al paso de las gentes que comentan, preparan, sueñan... Se presiente en cada esquina, en las calles, en los balcones, en las sonrisas de las muchachas, en el nerviosismo de los niños. En los preparativos de los mayores.

El cuerpo se dispone para ser invadido por la alegría, igual que el campo recibe, anhelante, a la primavera.

¡Ay, farolillos, farolillos, que alumbráis destellos de pupilas risueñas, el revuelo de volantes y el centelleo de las castañuelas, en las fiestas de Carteya!

De mis ferias pasadas en Nueva Carteya queda el recuerdo de las risas, el regocijo, el alborozo que nos invadía al llegar la noche. Arregladas y perfumadas, estrenando vestido y zapatos de tacón, recorríamos las calles, envueltas en miradas, piropos, olor a rosas y a jazmín. Jóvenes princesas, deseosas de ver y ser vistas. No queríamos que aquellos días se terminaran nunca.

Nuestros dominios eran, desde luego, todas las calles iluminadas, jalonadas por los puestos del turrón, almendras garrapiñadas, caramelos, chocolatinas, pipas, y el Paseo, con los cochecitos y la noria, o con su baile, su colorido, su animación, sus fragancias diversas. Y las terrazas de los bares, donde familias enteras, con sus mejores galas, pasaban revista a todo lo que se movía alrededor, charlando animadamente, tomando el fresco, con abundancia de tapas y bebidas sobre la mesa.

Un lugar, uno, no obstante, nos estaba vedado: El Casino. Llegabas a la puerta, infranqueable, y la imaginación se disparaba. Tratabas de percibir lo que ocurría en su interior, y no había manera, ya que en el Casino sólo podían entrar los más pudientes, la élite carteyana. Porque en aquel baile, de categoría, sólo tenían acceso y danzaban mujeres hermosas, elegantes –eso, al menos, nos parecía a nosotros- y hombres refinados, oliendo a tabaco rubio e impecablemente vestidos.

¡Cuántas ganas de traspasar aquel templo sagrado y vivir su verbena privada, su hechizo, su belleza y seducción!

No fue posible mientras yo tomé parte en las ferias de mi adolescencia. Y aunque creo que después el Casino se abrió a todo el mundo, en mi memoria, nostálgica, siempre quedará el desencanto de no haber podido atravesar sus salones y tomar parte en la noche embrujada que se desarrollaba, aquellos radiantes días, al ponerse el sol e impregnarse el aire con la música y la esencia de las rosas y el jazmín.

Un año más la feria de Carteya ha terminado y yo no me he paseado por sus calles, ni he escuchado su música, ni he percibido su sintonía de voces y susurros, de cantos y de felicidad. Pasaron ya las horas chispeantes y gozosas. Queda un año por delante para preparar la siguiente, deseando que sea mejor, siempre mejor que la que ha sido. Y aspirando a que todos los carteyanos sigan con entusiasmo una tradición que hermana y que no debe desaparecer jamás de los pueblos.

De ningún pueblo.

María del Carmen Polo

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