jueves, 1 de noviembre de 2007

La Lentitud

Pintura de Jesús Valle Julián


Hay días, como el de hoy, donde el paso de las horas y el tiempo que establece mi propio cuerpo se acompasan perfectamente. Ni un segundo fuera de lugar... Cada uno de mis movimientos ha encajado, como la pieza de un puzzle, en la cuadrícula de este día que ya se diluye en la oscuridad.

La tranquilidad, la lentitud ha guiado mi actividad. Ese es el término correcto... la lentitud.
Eso me ha recordado que hay dos maneras de dirimir la vida: yendo al límite de nuestras posibilidades o economizando nuestra energía.

La lentitud, pensaba mientras me recreaba en la luz dorada que teñía mis habitaciones, está reñida con las prisas, y eso me hacía recordar que no hace mucho -aunque pasen los años, nunca están lejanos en nuestra memoria- viví una época y en unos lugares donde la existencia se medía de otra manera. Quizá por eso guardo en mis ojos, con nostalgia, el maravilloso brillo de un sol de verano que parecía eterno en el cielo de la mañana carteyana, al que era imposible substraerse y que dejaba sus marcas doradas sobre el rostro, los brazos, los muslos...; la llegada de la noche que aportaba un poco de alivio, de frescor venido directamente desde las estrellas; el caminar despreocupado de los campesinos y de los mulos que llevaban sobre sus lomos los serones cargados de hortalizas, de frutas, de hierbas que servirían para alimentar a los conejos, dejando tras de sí el aroma a campo del que acababan de ser arrancadas.

La lentitud. Una lentitud en las gentes, en la vida, que nos dejaba huella en cada paso que dábamos, en cada gesto, en cada pensamiento...

Eso era para mí el pueblo paterno, Nueva Carteya. Una isla blanca rodeada por un océano verde oliva. Un lugar secreto, sagrado, propio, donde el color, el olor, los sonidos y el calor tenían algo de asombroso.

Aún hoy, la Nueva Carteya que conozco y camino sigue teniendo el resplandor, la magia, que hacía que deseara que terminara el invierno, que pasara la gloriosa primavera, para instalarnos en un cómodo verano que haría mis delicias nada más traspasar las masas frondosas de los olivos. Entonces yo me encontraría, risueña y agradecida, con el pueblo sonmoliento que durante años fuera mi jardín de juegos privado donde la prisa no existía, no tenía lugar.

Eso es lo que he recibido hoy como un don. La mesura, la fructífera economía de mis movimientos, sentirme a mí misma y bien conmigo misma... Todo un regalo precioso.

La lentitud...



María del Carmen Polo

Etiquetas: , ,