miércoles, 26 de septiembre de 2007

Los Olivos en la Noche

Pintura de Ignacio Díaz Olano


Que los olivos recitan
coplillas de amor al alba,
todo el pueblo ya lo sabe,
de otra cosa no se habla.


Fandangos y seguidillas,
bulerías y tarantas,
los acebuches, alegres,
al amanecer le cantan.
De cada rama de olivo,
hacia las cumbres se escapan,
alegrías y rondeñas
en la noche carteyana.


Que los campos son tablaos,
y los montes las guirnaldas,
y los olivos flamencos
que gozan su taconeo
al compás de las guitarras.


Que los olivos entonan
versos a la madrugada,
lo escucha quien sabe oír
al despuntar la mañana.


Susurros enamorados
por las lomas carteyanas,
mientras por cerros agrestes
y las silvestres cañadas
ecos de luna se expanden
con fríos brillos de plata.


Que los olivos declaman
baladas de amor al alba,
todo el mundo ya lo sabe,
en la tierra carteyana.

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domingo, 16 de septiembre de 2007

Andalucía


La luna vela los sueños escondida entre las jaras. Luna, lunita de oro, luna, lunita gitana. Los niños juegan al corro mientras la luna morena canta con ecos de plata a la Alhambra y a la vega, al Mulhacén y a Granada.

Entre olivos y zarzales, sueñan Jaén y Cazorla, jugando con la memoria de tiempos inmemoriales. El campo canta su historia con pasión, por soleares. El río sueña con mares y los montes se transforman en océanos de olivares.

Sombras oscuras se enredan entre el esparto y la arena. Las barcas a tierra llegan con la nueva luz del día y una luna blanca vela el sueño azul de Almería, que arropada entre palmeras sigue avanzando sin tregua con la Alpujarra por guía.

Y en Sevilla, reino moro, sueña la Torre del Oro que la Giralda es un broche. Canta la luna en la noche fandangos y seguidillas, para acallar el temor del toro, de los toreros, que lucharán con sus miedos frente a frente, allá en el ruedo.

Destellos blancos y sal, Cádiz, que mira a otro aire, a otro mundo, a otro cantar, y entre sus pinos la luna, se detendrá a descansar, tejiendo redes de seda que en la bahía echará, soñando con pescar perlas para su pelo adornar.

Sonando van cascabeles por plazas y callejones de Córdoba, oro y grana. El Cristo de los Faroles bendice la tarde en calma. Naranjos reverdecidos, jazmines en las ventanas y Luna baña en el río sus ensueños de sultana.

Faro que mira a poniente, una página de gloria,tiene Huelva luna propia, que emite luz a raudales, cuando desnuda aparece sobre los cañaverales, luciendo, como una novia, velos del más fino encaje, salpicados de corales.

Entre montañas y playas, Málaga, dulce y bravía, sueña con un mar en llamas que se propagan al viento, camino de la Axarquía. Gaviotas rizan el agua en la bocana del puerto y una lluvia blanda y fina llena de magia sus huertos.

Con suspiros de misterio, desde Huelva hasta Almería, la luna acuna en silencio los sueños de Andalucía.


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miércoles, 5 de septiembre de 2007

Orzas y Aceitunas

Pintura de Jesús Valle Julián


Mis abuelos tenían olivos, aunque no puedo ubicar exactamente en qué lugar de las tierras carteyanas. Seguramente más de una vez el abuelo nos llevaría hasta allí, dando un paseo. Es posible que así fuera porque recuerdo haber ido a recoger ajos con él, sacarlos de la tierra con mis propias manos, oler su fragancia fuerte y viva… Y a la vuelta, recoger higos o brevas, de las higueras que al paso nos salían. Quizá no estuvieran muy lejos los olivos del huerto. No lo sé. Igualmente recuerdo haber ido a las viñas, con el Chache Frasquito, y cortar uvas gordas, sabrosas, hinchadas de miel y de sol.

Como digo, pues, los abuelos tenían algunos olivos, por eso nunca faltaba el aceite en la cocina ni las aceitunas aliñadas en la mesa. No escaseaban ni en casa de la abuela ni en la mía, mientras anduvimos viviendo en pueblos de la provincia de Córdoba.

Para desayunar o merendar, un hoyo de pan tierno con aceite y azúcar. Y a la calle, a jugar. Buenas olivas acompañando el arroz, el pollo, el cocido… y después, la siesta, o quedarse sentada cosiendo, con las demás mujeres, mientras escuchaban las radionovelas.

Mi tía Eladia, mi abuela y, en ocasiones, mi madre… machacaban las aceitunas que habían sido recogidas en diciembre o enero…

Las orzas que servirían para conservarlas me parecían muy grandes. Quizá no lo eran tanto, sino que yo era muy pequeña. Aquellas vasijas de barro se verían pronto llenas de bolitas verdes, brillantes, y de otra serie de cosas que flotaban sobre ellas.

Una vez machacadas con los martillos de madera, las olivas se metían en la tinaja y esta se llenaba de agua. Mi madre dice que el agua debía cambiarse casi cada día y hacerlo hasta que la aceituna perdiera su aspereza, su amargor.

Después se pasaba a la segunda fase que consistía en aliñar la aceituna. Yo veía los ajos y el laurel, incluso el tomillo, nadando en aquel caldo oscuro, pero no recordaba que tuviera también limones partidos ni cáscara de naranja, como así era. Y, por supuesto, la sal. Se iban poniendo en tandas, el aliño y las aceitunas, y finalmente, se llenaba la orza de agua. Se cubría y ya sólo quedaba esperar.

Aguardar un par de semanas, probarlas y… comerlas. Y los ajos, porque a mí me encantaba comerme los ajos que habían macerado en el líquido junto a las olivas.

El platillo de las aceitunas, siempre dispuesto en la mesa era, para mí, signo de acompañamiento, de buen sabor, de alegría, mientras estaba en la casa de la abuela, y de nostalgia de Carteya cuando aquellas aceitunas las comía en Zuheros o en Santaella. Quizá incluso mientras viví en Montilla.

Hace ya mucho tiempo que no tomo aceitunas aliñadas, como entonces, ya que las que suelo comprar vienen enlatadas, y las que no lo están no tienen, ni de lejos, el mismo sabor. No tienen mucho que ver con aquellas otras que yo tomaba cuando era pequeña e iba de vacaciones a la casa de los abuelos.

No sé si la gente del pueblo sigue machacando la aceituna, pero quiero pensar que sí, que se siguen guardando en orzas, bien sazonadas y mejor condimentadas con las ramitas de tomillo, cuartos de limón, corteza de naranja, ajos y sal, para deleite de la vista y del paladar.

Un regalo más que la naturaleza nos hace en forma de fruto, donándolo, salvaje, a través de los pacientes y hermosos olivos centenarios, y más tarde transformado en comestible por la hábil mano del hombre.

María del Carmen Polo

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