miércoles, 5 de septiembre de 2007

Orzas y Aceitunas

Pintura de Jesús Valle Julián


Mis abuelos tenían olivos, aunque no puedo ubicar exactamente en qué lugar de las tierras carteyanas. Seguramente más de una vez el abuelo nos llevaría hasta allí, dando un paseo. Es posible que así fuera porque recuerdo haber ido a recoger ajos con él, sacarlos de la tierra con mis propias manos, oler su fragancia fuerte y viva… Y a la vuelta, recoger higos o brevas, de las higueras que al paso nos salían. Quizá no estuvieran muy lejos los olivos del huerto. No lo sé. Igualmente recuerdo haber ido a las viñas, con el Chache Frasquito, y cortar uvas gordas, sabrosas, hinchadas de miel y de sol.

Como digo, pues, los abuelos tenían algunos olivos, por eso nunca faltaba el aceite en la cocina ni las aceitunas aliñadas en la mesa. No escaseaban ni en casa de la abuela ni en la mía, mientras anduvimos viviendo en pueblos de la provincia de Córdoba.

Para desayunar o merendar, un hoyo de pan tierno con aceite y azúcar. Y a la calle, a jugar. Buenas olivas acompañando el arroz, el pollo, el cocido… y después, la siesta, o quedarse sentada cosiendo, con las demás mujeres, mientras escuchaban las radionovelas.

Mi tía Eladia, mi abuela y, en ocasiones, mi madre… machacaban las aceitunas que habían sido recogidas en diciembre o enero…

Las orzas que servirían para conservarlas me parecían muy grandes. Quizá no lo eran tanto, sino que yo era muy pequeña. Aquellas vasijas de barro se verían pronto llenas de bolitas verdes, brillantes, y de otra serie de cosas que flotaban sobre ellas.

Una vez machacadas con los martillos de madera, las olivas se metían en la tinaja y esta se llenaba de agua. Mi madre dice que el agua debía cambiarse casi cada día y hacerlo hasta que la aceituna perdiera su aspereza, su amargor.

Después se pasaba a la segunda fase que consistía en aliñar la aceituna. Yo veía los ajos y el laurel, incluso el tomillo, nadando en aquel caldo oscuro, pero no recordaba que tuviera también limones partidos ni cáscara de naranja, como así era. Y, por supuesto, la sal. Se iban poniendo en tandas, el aliño y las aceitunas, y finalmente, se llenaba la orza de agua. Se cubría y ya sólo quedaba esperar.

Aguardar un par de semanas, probarlas y… comerlas. Y los ajos, porque a mí me encantaba comerme los ajos que habían macerado en el líquido junto a las olivas.

El platillo de las aceitunas, siempre dispuesto en la mesa era, para mí, signo de acompañamiento, de buen sabor, de alegría, mientras estaba en la casa de la abuela, y de nostalgia de Carteya cuando aquellas aceitunas las comía en Zuheros o en Santaella. Quizá incluso mientras viví en Montilla.

Hace ya mucho tiempo que no tomo aceitunas aliñadas, como entonces, ya que las que suelo comprar vienen enlatadas, y las que no lo están no tienen, ni de lejos, el mismo sabor. No tienen mucho que ver con aquellas otras que yo tomaba cuando era pequeña e iba de vacaciones a la casa de los abuelos.

No sé si la gente del pueblo sigue machacando la aceituna, pero quiero pensar que sí, que se siguen guardando en orzas, bien sazonadas y mejor condimentadas con las ramitas de tomillo, cuartos de limón, corteza de naranja, ajos y sal, para deleite de la vista y del paladar.

Un regalo más que la naturaleza nos hace en forma de fruto, donándolo, salvaje, a través de los pacientes y hermosos olivos centenarios, y más tarde transformado en comestible por la hábil mano del hombre.

María del Carmen Polo

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1 comentarios:

A las 7 de septiembre de 2007, 15:23 , Anonymous Anónimo ha dicho...

¿Sabes Mari Carmen ? he oído esto que relatas miles de veces en boca de mi madre o mis hermanos, yo, era muy pqueña cuando se vinieron a Valencia desde Andalucía y no recuerdo todo eso, pero lo he visto y es tal y como lo cuentas...
¡ precioso ! me ha gustado mucho, de verdad.
UN BESO.

 

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