martes, 24 de julio de 2007

De Montilla a Nueva Carteya

Pintura de Rafael Romero Barros


Apenas 20 kms separan Montilla de Nueva Carteya. Lo sé bien porque durante el año que viví en Montilla, hice varias idas y venidas entre ambos pueblos.

Tomaba el coche de línea el viernes por la tarde. Los viernes no había clase y podía hacer la escapada a casa de la abuela. Siempre me embargaba una gran excitación cuando el autobús, en aquellos días luminosos, dejaba atrás el pueblo y comenzaba a reptar por curvas entre viñedos de un verde brillante en verano, con sus apetitosos racimos de uvas acumulando todo el sol de Córdoba a finales de agosto....

Si me sentía tan alegre era por dos cosas, una, porque viajaba sola -y viajar sola, aunque sólo fueran 20 kms. me hacía sentirme autónoma y, digamos también, un poco inocentemente aventurera-; dos, porque iba a Carteya e ir a ese pueblo me hacía sentir infinitamente afortunada.

El autobús se deslizaba tranquilo, sin prisas, por aquella carretera estrecha y polvorienta. Daba tiempo a disfrutar de un paisaje sosegado, de las lomas coloreadas por el verde oscuro de los olivares, de las casitas blancas con su pozo y su palmera acariciadora y sensual, de las flores del camino... Una podía soñar con deambular entre las hileras de olivos, tocar el fruto, aspirar el olor a campo. Alguna liebre se perdía, asustada, entre los matojos, a nuestro paso. Y los labriegos se dedicaban a sus labores, ajenos a todo, y sin saber que yo me hacía preguntas sobre ellos y su entorno.

Antes de entrar en Carteya, una casona grande, con palmeras, nos daba la bienvenida. No sé cómo se llama esa casa, rodeada de una alta tapia, pero sé que sigue ahí (¿quizá Villa Pascual? No lo sé, no puedo asegurarlo...) Por último, las ventanillas se iluminaban con la cal de las casas, las sonrisas de los niños que saludaban nuestra llegada, las señoras que barrían y regaban las puertas y, por supuesto, con todas las rosas, los naranjos y los dompedros que adornaban las aceras.

¡Qué placer sentirse en Nueva Carteya! Volver a reconocer el paseo, con sus palomas, sus palmeras, la fuente... Ese paseo donde tantas vueltas di cogida del brazo de mis amigas, lanzando sonrisitas idiotas a los chicos que se cruzaban con nosotras y que nos comían con los ojos...

Y subir la calle Llana, de día y de noche. De día, caminando pausada, aspirando el aroma de su vida; de noche, en noches de feria y de fortuna, riendo a carcajada limpia junto a mi hermana y mi primos Vicente y Miguel Ángel, que nos acompañaban a casa, a las tres de la madrugada, después de asistir a los festejos, bajo un cielo parpadeante de estrellas, cómplice de nuestro desvelo y nuestro anhelo. Y nuestra felicidad...

Durante dos días, dos completos días, yo disfrutaba de la bendición de estar con mi familia, de saborear el gazpacho y el arroz de mi abuela, de comer alcaparrones y zorzales fritos, de ir y venir por sus cuestas, de coquetear con los muchachos del vecindario, de vagabundear libre por unas calles que me pertenecían porque yo siempre he sido muy egoista y, las cosas como son, me he apropiado de todo por lo que he sentido cariño.

Y a Nueva Carteya, durante esos fines de semana en los que yo dejaba atrás Montilla para subirme a un autobús que me llevaría hasta el pueblo blanco, le tenía un gran cariño y sentía que me pertenecía completamente.

Aquellas excursiones, ya fuera en verano, ya en invierno, se han quedado guardadas para siempre en los estantes de mi corazón, envueltas en el olor a aceitunas aliñadas, a dulces uvas, a jeringos, a pan tierno, y acunadas por el zureo de las palomas que revoloteaban a nuestro alrededor y se refugiaban en las palmeras, como auténticas dueñas y señoras del cielo y del Paseo Diego Carro.

María del Carmen Polo

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