viernes, 27 de julio de 2007

Viñas y Olivares

Pintura de Joaquín Mir


Sucedió en invierno. Es algo que tengo muy claro, a pesar de que era pequeña, porque mis tías, como cada temporada, iban a recoger aceitunas.

Una tarde mi abuela Eladia me llevó de paseo hasta el lugar donde estaba recogiendo la aceituna mi tía Eladia. El lugar no debía estar lejos del pueblo y y yo me alegré mucho de estar con mí tía y con las demás mujeres, los hombres y muchachas, que gastaban bromas y me hacían reir.

Al día siguiente, por la tarde, le pregunté a mi abuela si iríamos de nuevo a ver a la tita, pero la abuela contestó que no, que ya iríamos otro día. Yo no dije nada, simplemente me marché a la calle. Todos pensaron que a jugar con los demás niños, como era lo habitual. Pero yo tenía en mi cabeza algo muy distinto. Con la idea en la mente de ir a ver a la tita en el olivar, me dirigí a las afueras de pueblo y seguí la carretera que tomamos la tarde anterior, la abuela y yo. Era la carretera que iba a Baena, pero eso yo no lo sabía, y lo que tampoco podía recordar era que en la carretera, que discurría entre los olivares, había una bifurcación. Al verme frente a la encrucijada, sin saber cuál era el camino correcto, no lo pensé dos veces y continué por una de ellas, eso me daba igual, porque en mi cabecita estaba convencida de que fuera la que fuese al final me encontraría con mi tía. Lo malo era que había tomado el camino equivocado y que se estaba haciendo muy tarde.

Pasadas más de tres horas sin que yo volviera a casa, ya la tarde echada, mi madre comenzó a preocuparse. Mi abuela salió a buscarme sin que yo apareciera por ningún lado. Los demás niños no me habían visto y nadie sabía dónde podía estar. El revuelo de vecinas y el ataque de nervios de mi madre eran bastante notorios. Se organizó una grupo de personas para salir al campo y a mirar a los pozos cercanos. Pero yo seguía sin aparecer.

Mientras tanto, ajena a tanto alboroto, yo iba cantando, tranquila, internándome cada vez más por la carretera, camino de Baena sin saber que iba sin rumbo. En unas viñas quedaban aún dos mujeres trabajando y al verme caminando por allí se preguntaron que hacía una niña tan pequeña por aquellos andurriales, sola, siendo tan tarde. Me pararon, me preguntaron que dónde iba y les dije que a ver a mi tita Eladia, que cogía aceitunas. Esta niña va perdida, se dijeron, y me retuvieron con ellas. Mientras recogían sus aperos de labranza, les conté que tenía una abuelita que cosía y un abuelito que tenía un burro, y un hermanita nueva y un hermano que se llamaba Juan.

A lo lejos las dos mujeres vieron venir a un grupo de gente. Al acercarse y darme cuenta de que era mi abuela me puse muy contenta y les dije a las señoras que era mi abuelita. Afortunadamente, alguien me había visto tomar la carretera y le había dado las indicaciones a mi abuela.

Ya estaba oscurecido cuando entraron en el pueblo.

Todo quedó en un gran susto. Y gracias a que me encontré a aquellas dos mujeres en el campo, en las viñas, me libré de pasar una noche perdida entre los olivos, muerta de angustia y de miedo.

La abuela y mi madre gustaban de recordarme aquella anécdota. Supongo que aquel día mi ángel de la guarda no debió estar muy contento por haber tenido que hacer horas extra cuidando de mí.


María del Carmen Polo

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