lunes, 30 de julio de 2007

El Cine de Verano

Pintura de Mariano Barbasan


Hubo un tiempo en que, tras la cena, cuando la atmósfera aún estaba recalentada por los calores del día, eran muchas las personas que, ilusionadas, se arreglaban, se perfumaban, cogían una rebeca, quizá un abanico, y salían de las casas preparadas para dejarse atrapar por el misterio, el ensueño o la ternura de una película, en el cine de verano.

Porque el cine, en un pueblo, en cualquier pueblo, no es sólo un espacio más para la cultura es, también, una ventana al mundo. Y lo era mucho más en aquellos días cuando había pocos televisores y el video era un gran desconocido.

El cine de Carteya estaba ubicado en la calle que llevaba a Montilla.

Mi mayor ilusión, durante las vacaciones veraniegas pasadas en casa de los abuelos era que, al llegar la noche, pudiéramos ir al cine. Caminar por el Paseo, con las amigas, riendo, bromeando, chismorreando y mirando a los otros, sobre todo a los muchachos, estaba muy bien, pero ir al cine, para ver -en realidad- no importaba qué, era mucho mejor. Pudiera decirse que el Paseo era la agradable antesala de lo que vendría después: el ambiente del cine, atrayente y dulce como sus paredes adornadas de jazmineros y de rosales, con las sillas de tijera, los gritos, las llamadas, el escoger el buen sitio, ni muy atrás ni muy cercano a la pantalla, los cucuruchos de pipas y los caramelos, la oscuridad ante el comienzo de la sesión, y después el silencio…

Un silencio reverente, casi conventual, apenas roto por un leve siseo, un murmullo contenido, una última frase dicha precipitadamente al oído, ya los cinco sentidos puestos en las imágenes que comenzaban a deslizarse ante nuestras retinas y nos atrapaban, nos sumergían, nos transportaban fuera de aquel recinto, de aquella villa, de aquellos olivares, lejos, tan lejos como nuestra imaginación era capaz de viajar… A nuestro embeleso solía unirse la brisa que, a partir de las once, se entretenía en alborotarnos los cabellos y nos impelía a arrebujarnos bajo chaquetas, chales o suéters.

Me gustaba aspirar aquella mezcla de fragancias encontradas: las rosas y jazmines, las colonias, el jabón, el olor humano mezclado con el aroma de las pipas de girasol o las patatas fritas.

A veces, apartando momentáneamente los ojos de la película, miraba hacia el cielo para contemplarle como si se tratara de un mostrador de una joyería, enteramente cubierto de diamantes, sublime y majestuoso en su esplendorosa indiferencia y lejanía.

Una vez terminada la sesión, regresábamos a casa, por calles débilmente iluminadas, los pasos resonando en los adoquines, en las piedras, hablando quedamente, comentando esto o lo de más allá, alabando o criticando ciertos aspectos de la película proyectada, siempre algo nuevo aprendido y, sin duda, aún aprisionados por las escenas que sin querer nos permitían, durante un par de horas, sentirnos diferentes y alejados del pequeño círculo de una población de la campiña cordobesa.

Esa noche, sin duda, más de uno, soñaría que era el protagonista de una aventura que le llevaría a la jungla, al desierto o al Himalaya.

En mi recuerdo siempre perdurarán aquellas noches, magníficas, serenas, plenas, porque ¿qué impulso podía haber para que la gente saliera de sus hogares en las bochornosas noches del verano? ¿Qué podía hacer que niños y mayores se afanaran por terminar cuando antes y salieran contentos e ilusionados? No, no era sólo el calor. Tampoco la cervecita y la tapa sentados en la terraza de un bar del Paseo, o tomar el aire hasta las tantas, a las puertas de las casas. Era la magia del cine, que nos elevaba y nos hacía anhelar, codiciar, desear...

Y en mi caso, era fantasear bajo la luz de las estrellas, acariciada por la brisa nocturna, envuelta en el olor a azahares, rosas y jazmines, mientras creía ser la protagonista de un moderno cuento de hadas.


María del Carmen Polo

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