lunes, 30 de julio de 2007

El Cine de Verano

Pintura de Mariano Barbasan


Hubo un tiempo en que, tras la cena, cuando la atmósfera aún estaba recalentada por los calores del día, eran muchas las personas que, ilusionadas, se arreglaban, se perfumaban, cogían una rebeca, quizá un abanico, y salían de las casas preparadas para dejarse atrapar por el misterio, el ensueño o la ternura de una película, en el cine de verano.

Porque el cine, en un pueblo, en cualquier pueblo, no es sólo un espacio más para la cultura es, también, una ventana al mundo. Y lo era mucho más en aquellos días cuando había pocos televisores y el video era un gran desconocido.

El cine de Carteya estaba ubicado en la calle que llevaba a Montilla.

Mi mayor ilusión, durante las vacaciones veraniegas pasadas en casa de los abuelos era que, al llegar la noche, pudiéramos ir al cine. Caminar por el Paseo, con las amigas, riendo, bromeando, chismorreando y mirando a los otros, sobre todo a los muchachos, estaba muy bien, pero ir al cine, para ver -en realidad- no importaba qué, era mucho mejor. Pudiera decirse que el Paseo era la agradable antesala de lo que vendría después: el ambiente del cine, atrayente y dulce como sus paredes adornadas de jazmineros y de rosales, con las sillas de tijera, los gritos, las llamadas, el escoger el buen sitio, ni muy atrás ni muy cercano a la pantalla, los cucuruchos de pipas y los caramelos, la oscuridad ante el comienzo de la sesión, y después el silencio…

Un silencio reverente, casi conventual, apenas roto por un leve siseo, un murmullo contenido, una última frase dicha precipitadamente al oído, ya los cinco sentidos puestos en las imágenes que comenzaban a deslizarse ante nuestras retinas y nos atrapaban, nos sumergían, nos transportaban fuera de aquel recinto, de aquella villa, de aquellos olivares, lejos, tan lejos como nuestra imaginación era capaz de viajar… A nuestro embeleso solía unirse la brisa que, a partir de las once, se entretenía en alborotarnos los cabellos y nos impelía a arrebujarnos bajo chaquetas, chales o suéters.

Me gustaba aspirar aquella mezcla de fragancias encontradas: las rosas y jazmines, las colonias, el jabón, el olor humano mezclado con el aroma de las pipas de girasol o las patatas fritas.

A veces, apartando momentáneamente los ojos de la película, miraba hacia el cielo para contemplarle como si se tratara de un mostrador de una joyería, enteramente cubierto de diamantes, sublime y majestuoso en su esplendorosa indiferencia y lejanía.

Una vez terminada la sesión, regresábamos a casa, por calles débilmente iluminadas, los pasos resonando en los adoquines, en las piedras, hablando quedamente, comentando esto o lo de más allá, alabando o criticando ciertos aspectos de la película proyectada, siempre algo nuevo aprendido y, sin duda, aún aprisionados por las escenas que sin querer nos permitían, durante un par de horas, sentirnos diferentes y alejados del pequeño círculo de una población de la campiña cordobesa.

Esa noche, sin duda, más de uno, soñaría que era el protagonista de una aventura que le llevaría a la jungla, al desierto o al Himalaya.

En mi recuerdo siempre perdurarán aquellas noches, magníficas, serenas, plenas, porque ¿qué impulso podía haber para que la gente saliera de sus hogares en las bochornosas noches del verano? ¿Qué podía hacer que niños y mayores se afanaran por terminar cuando antes y salieran contentos e ilusionados? No, no era sólo el calor. Tampoco la cervecita y la tapa sentados en la terraza de un bar del Paseo, o tomar el aire hasta las tantas, a las puertas de las casas. Era la magia del cine, que nos elevaba y nos hacía anhelar, codiciar, desear...

Y en mi caso, era fantasear bajo la luz de las estrellas, acariciada por la brisa nocturna, envuelta en el olor a azahares, rosas y jazmines, mientras creía ser la protagonista de un moderno cuento de hadas.


María del Carmen Polo

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viernes, 27 de julio de 2007

Viñas y Olivares

Pintura de Joaquín Mir


Sucedió en invierno. Es algo que tengo muy claro, a pesar de que era pequeña, porque mis tías, como cada temporada, iban a recoger aceitunas.

Una tarde mi abuela Eladia me llevó de paseo hasta el lugar donde estaba recogiendo la aceituna mi tía Eladia. El lugar no debía estar lejos del pueblo y y yo me alegré mucho de estar con mí tía y con las demás mujeres, los hombres y muchachas, que gastaban bromas y me hacían reir.

Al día siguiente, por la tarde, le pregunté a mi abuela si iríamos de nuevo a ver a la tita, pero la abuela contestó que no, que ya iríamos otro día. Yo no dije nada, simplemente me marché a la calle. Todos pensaron que a jugar con los demás niños, como era lo habitual. Pero yo tenía en mi cabeza algo muy distinto. Con la idea en la mente de ir a ver a la tita en el olivar, me dirigí a las afueras de pueblo y seguí la carretera que tomamos la tarde anterior, la abuela y yo. Era la carretera que iba a Baena, pero eso yo no lo sabía, y lo que tampoco podía recordar era que en la carretera, que discurría entre los olivares, había una bifurcación. Al verme frente a la encrucijada, sin saber cuál era el camino correcto, no lo pensé dos veces y continué por una de ellas, eso me daba igual, porque en mi cabecita estaba convencida de que fuera la que fuese al final me encontraría con mi tía. Lo malo era que había tomado el camino equivocado y que se estaba haciendo muy tarde.

Pasadas más de tres horas sin que yo volviera a casa, ya la tarde echada, mi madre comenzó a preocuparse. Mi abuela salió a buscarme sin que yo apareciera por ningún lado. Los demás niños no me habían visto y nadie sabía dónde podía estar. El revuelo de vecinas y el ataque de nervios de mi madre eran bastante notorios. Se organizó una grupo de personas para salir al campo y a mirar a los pozos cercanos. Pero yo seguía sin aparecer.

Mientras tanto, ajena a tanto alboroto, yo iba cantando, tranquila, internándome cada vez más por la carretera, camino de Baena sin saber que iba sin rumbo. En unas viñas quedaban aún dos mujeres trabajando y al verme caminando por allí se preguntaron que hacía una niña tan pequeña por aquellos andurriales, sola, siendo tan tarde. Me pararon, me preguntaron que dónde iba y les dije que a ver a mi tita Eladia, que cogía aceitunas. Esta niña va perdida, se dijeron, y me retuvieron con ellas. Mientras recogían sus aperos de labranza, les conté que tenía una abuelita que cosía y un abuelito que tenía un burro, y un hermanita nueva y un hermano que se llamaba Juan.

A lo lejos las dos mujeres vieron venir a un grupo de gente. Al acercarse y darme cuenta de que era mi abuela me puse muy contenta y les dije a las señoras que era mi abuelita. Afortunadamente, alguien me había visto tomar la carretera y le había dado las indicaciones a mi abuela.

Ya estaba oscurecido cuando entraron en el pueblo.

Todo quedó en un gran susto. Y gracias a que me encontré a aquellas dos mujeres en el campo, en las viñas, me libré de pasar una noche perdida entre los olivos, muerta de angustia y de miedo.

La abuela y mi madre gustaban de recordarme aquella anécdota. Supongo que aquel día mi ángel de la guarda no debió estar muy contento por haber tenido que hacer horas extra cuidando de mí.


María del Carmen Polo

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jueves, 26 de julio de 2007

Olivares de Carteya

Pintura de Francisco Llorens


Cómo no sentir amor hacia el olivo bienaventurado que guarda en el corazón de su madera todo el sol que se derrama en oleadas por cerros y cañadas.

Cómo no rogar para que permanezca sobre la tierra, fiel representante del tiempo y del sudor del hombre.

Tus raíces, olivo, recias y fecundas, proclaman el pasado y nos transmiten el presente en forma de jugoso fruto.

La risa del viento y el canto de los gorriones adorna tus ramas y las venera.

Olivo, árbol sagrado que, orgulloso, desafías el paso de los siglos, que guardas en tus hojas el frescor de la lluvia, el verde del amanecer y el aroma de la vida que te rodea.

Olivares de Carteya, tantas veces transitados, testigos de ensueños y desvaríos, qué bien sabéis transformar ese néctar de los dioses en torrentes de suave y dorado líquido...


Si subo al monte temprano
y el aire está transparente,
cortaré ramas de olivo,
ramitas de olivo verde,
para guardar en tus manos,
y que siempre estén contigo.
Dicen que trae buena suerte.
Es el decir de la gente.
Yo ni digo, ni desdigo.

Cortaré las verdes ramas,
temprano, al amanecer,
de un olivo florecido,
para que nunca ya olvides
los sueños que yo respiro.
Para que a mi lado estés
aunque no hagas mi camino.

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martes, 24 de julio de 2007

De Montilla a Nueva Carteya

Pintura de Rafael Romero Barros


Apenas 20 kms separan Montilla de Nueva Carteya. Lo sé bien porque durante el año que viví en Montilla, hice varias idas y venidas entre ambos pueblos.

Tomaba el coche de línea el viernes por la tarde. Los viernes no había clase y podía hacer la escapada a casa de la abuela. Siempre me embargaba una gran excitación cuando el autobús, en aquellos días luminosos, dejaba atrás el pueblo y comenzaba a reptar por curvas entre viñedos de un verde brillante en verano, con sus apetitosos racimos de uvas acumulando todo el sol de Córdoba a finales de agosto....

Si me sentía tan alegre era por dos cosas, una, porque viajaba sola -y viajar sola, aunque sólo fueran 20 kms. me hacía sentirme autónoma y, digamos también, un poco inocentemente aventurera-; dos, porque iba a Carteya e ir a ese pueblo me hacía sentir infinitamente afortunada.

El autobús se deslizaba tranquilo, sin prisas, por aquella carretera estrecha y polvorienta. Daba tiempo a disfrutar de un paisaje sosegado, de las lomas coloreadas por el verde oscuro de los olivares, de las casitas blancas con su pozo y su palmera acariciadora y sensual, de las flores del camino... Una podía soñar con deambular entre las hileras de olivos, tocar el fruto, aspirar el olor a campo. Alguna liebre se perdía, asustada, entre los matojos, a nuestro paso. Y los labriegos se dedicaban a sus labores, ajenos a todo, y sin saber que yo me hacía preguntas sobre ellos y su entorno.

Antes de entrar en Carteya, una casona grande, con palmeras, nos daba la bienvenida. No sé cómo se llama esa casa, rodeada de una alta tapia, pero sé que sigue ahí (¿quizá Villa Pascual? No lo sé, no puedo asegurarlo...) Por último, las ventanillas se iluminaban con la cal de las casas, las sonrisas de los niños que saludaban nuestra llegada, las señoras que barrían y regaban las puertas y, por supuesto, con todas las rosas, los naranjos y los dompedros que adornaban las aceras.

¡Qué placer sentirse en Nueva Carteya! Volver a reconocer el paseo, con sus palomas, sus palmeras, la fuente... Ese paseo donde tantas vueltas di cogida del brazo de mis amigas, lanzando sonrisitas idiotas a los chicos que se cruzaban con nosotras y que nos comían con los ojos...

Y subir la calle Llana, de día y de noche. De día, caminando pausada, aspirando el aroma de su vida; de noche, en noches de feria y de fortuna, riendo a carcajada limpia junto a mi hermana y mi primos Vicente y Miguel Ángel, que nos acompañaban a casa, a las tres de la madrugada, después de asistir a los festejos, bajo un cielo parpadeante de estrellas, cómplice de nuestro desvelo y nuestro anhelo. Y nuestra felicidad...

Durante dos días, dos completos días, yo disfrutaba de la bendición de estar con mi familia, de saborear el gazpacho y el arroz de mi abuela, de comer alcaparrones y zorzales fritos, de ir y venir por sus cuestas, de coquetear con los muchachos del vecindario, de vagabundear libre por unas calles que me pertenecían porque yo siempre he sido muy egoista y, las cosas como son, me he apropiado de todo por lo que he sentido cariño.

Y a Nueva Carteya, durante esos fines de semana en los que yo dejaba atrás Montilla para subirme a un autobús que me llevaría hasta el pueblo blanco, le tenía un gran cariño y sentía que me pertenecía completamente.

Aquellas excursiones, ya fuera en verano, ya en invierno, se han quedado guardadas para siempre en los estantes de mi corazón, envueltas en el olor a aceitunas aliñadas, a dulces uvas, a jeringos, a pan tierno, y acunadas por el zureo de las palomas que revoloteaban a nuestro alrededor y se refugiaban en las palmeras, como auténticas dueñas y señoras del cielo y del Paseo Diego Carro.

María del Carmen Polo

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viernes, 20 de julio de 2007

La Calle San Juan

Pintura de Jesús Valle Julián



Mi abuelo Miguel tenía un burro. Le recuerdo bien. A él y al burro. Cuando llegaba del campo, sudoroso, cansado, le daba un beso -al abuelo, no al burro- y antes de que metiera al animal en el patio, yo pasaba mis manos por sus orejas que se estremecían con el contacto de mis dedos.

Una de las veces que volví al pueblo, el burro ya no formaba parte de la familia. Desapareció, igual que desapareció la morera que crecía al fondo del patio.

El abuelo Miguel murió cuando yo acababa de cumplir 16 años. Lo sé bien porque entonces yo vivía en Coca, en la provincia de Segovia, y el 15 de agosto era la fiesta del pueblo. Todo un año esperando para las fiestas y... mi abuelo murió pocos días antes. No tuve fiestas. Me pareció totalmente injusto. Injusto porque yo no quería que muriese. Injusto porque me impidió divertirme en unas fiestas en la que llevaba soñando meses enteros. Me moría de envidia de ver a mis amigas, arregladas, para irse al baile, a pasear, a los toros... Yo me tuve que quedar en casa.

Pero aunque el recuerdo que guardo del abuelo Miguel es lejano, le recuerdo en el bar, junto a mi padre y mi tío Feliciano; o cuando me llamó para alejarme de la casa, porque mi madre iba a dar a luz a mi hermana.

Porque Juan y Loli nacieron en la calle San Juan, en la casa de los abuelos, en el piso de arriba, donde estaban los arcones en los que mi tía Eladia guardaba la ropa bordada de casa. Del nacimiento de mi hermano, en invierno, no recuerdo nada. Yo era muy pequeña. Pero sí recuerdo que cuando iba a nacer mi hermana, en julio, el día 23 -el lunes próximo es su cumpleaños- mi abuelo me llamó para que me fuera con Frasquita la Castreña, que había ido a buscarme. Ella me llevó a su casa y me dio torreznos. Estaban riquísimos. No recuerdo gran cosa más, sólo eso, y que debí estar con ella muchas horas, casi todo el día, posiblemente.

Después del nacimiento, las vecinas visitaban a la parturienta y le llevaban chocolate, latas de melocotón y cosas parecidas. Supongo que para que recuperara fuerzas. Era la costumbre que, imagino, ya se habrá perdido.

En aquella casa, pues, nacieron Juan y Lola. Yo no. Yo nací en Almería, porque allí, en esa provincia, estaba destinado mi padre y mi madre prefirió quedarse en Almería para tenerme. Es por eso que muchas veces he pensado que mis hermanos sí tenían un pueblo al que volver. Ellos habían nacido allí, en Carteya, y allí estaba la familia. Yo no. Yo estaba huérfana de pueblo -no de familia, obviamente-, aunque luego he pensado que no era cierto, porque me los apropié todos. Todos los pueblos. Y han sido muchos en los que he vivido.

Frente a la casa de los abuelos vivía mi amiga Charo. Sé que había otra muchacha, Francisca, que vivía un poco más abajo, en la misma calle. De Charo guardo un leve recuerdo porque la vi, años después, en Córdoba. Ella estaba casada y tenía niños. Su marido se llamaba Benito. De Francisca no recuerdo nada. También estaba Dolores la Espejeña. Ella vive en la calle de mis padres, ahora. La he saludado en alguna ocasión, pero ya hace tiempo que no hablo con ella. Eran mis amigas y yo me lo pasaba estupendamente, yendo y viniendo por el paseo, bajo las palmeras, tonteando, riendo, bromeando, con ellas, y con los chicos, Francisco, José... Como cualquier adolescente.

La calle San Juan, tiempo ha una calle de piedras, ha sido testigo de mis juegos y de mi felicidad de niña y de adolescente. Y cada vez que vuelvo es como si pudiera echar el tiempo hacia atrás y pudiera llamar de nuevo a la puerta de Charo para decirle, hola, ya estoy aquí, ¿a qué hora nos vamos al paseo?


María del Carmen Polo

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miércoles, 18 de julio de 2007

Rutinas

Pintura de Jaime Morera y Galicia




Algunas cosas han cambiado en Nueva Carteya, lógicamente, pero lo que yo he querido plasmar en este texto que dejo a continuación ha sido mi percepción de aquel tiempo en que yo volvía, bastante asiduamente, a visitar a la familia paterna. Ahora mis visitas son más espaciadas, pero el sentimiento de alegría, cuando llego al cruce desde Castro del Río, es casi el mismo de entonces.

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Abrió la ventana y aspiró el frescor de la mañana. El aroma del pueblo despertándose lleno por completo sus células, inundándolas de olor a pan recién horneado. Un sol anaranjado se derramaba suavemente por encima de los montes aún oscuros. Las hojas de las higueras, al otro lado del camino, se movían suavemente y pajarillos pardos salían y entraban de sus ramas en alocado vuelo. Vio a dos hombres con sombreros de paja amarillenta caminando cansinamente por la cuneta, hacia las viñas. Se recostó contra el marco de madera y miró al cielo: nada, ni la más pequeña nube enturbiaba aquel espejo de color azul lechoso que se extendía por encima de su cabeza, del pueblo, del mundo. Pronto haría calor.

De repente se vio allí mismo, tiempo atrás, una, dos, diez veces, repitiendo los mismos gestos, oteando el horizonte y escudriñando el cielo desde el mismo lugar, de la misma manera, tan igual, que diríase que era el rito que reunía su espíritu con todos sus otros espíritus que vagaban por allá, esperándola hasta que volvía de nuevo y todos juntos formaban un todo, un único espíritu, como un rompecabezas en el que encajan todas sus piezas a la perfección...

Siempre era igual y cada vez era diferente. Ya estaba en Carteya, en la casa de sus padres, en su casa. La noche anterior, la de su llegada, había paseado por las calles empinadas del pueblo, muchas de las cuales habían cambiado las piedras redondeadas por escalones o simplemente por asfalto. Paseó su vista por las casas encaladas, con sus macetas de geranios rojos en ventanas y balcones. Había acariciado las matas verdes y redondeadas de dompedros y tocado las hojas olorosas de los naranjos, que crecían en las aceras desde que ella podía recordar. Había ido al Paseo, para comprobar que las palmeras seguían allí, orgullosas, con sus grandes racimos de dátiles amarillos colgando, al igual que las jaulas de las palomas. También permanecían allí los rosales y la fuente.

Se retiró de la ventana. Cerrando con cuidado los cristales y, sin hacer ruido, salió a la calle. A esa hora temprana las únicas personas que se veían eran los campesinos que se dirigían hacia sus labores agrícolas. Era la mejor hora para pasear entre los olivares, para ver el pueblo blanco desde la falda de un monte, para aspirar el olor a leña, a tierra regada con las gotas del rocío, a flores que comenzaban a abrirse. Apoyada contra el tronco rugoso de un olivo, tocando sus puntiagudas hojas verdes, recordó un poemita que, tiempo atrás, alguien de su familia escribiera, una joven a la que ella nunca conoció: Inés.

Sabía que Inés había querido a su pueblo y, aunque vivió gran parte de su vida fuera de él, en Barcelona, se sentía carteyana, y a Carteya dedicó la mayor parte de su pequeña obra literaria. Mientras acariciaba el tronco del árbol, susurró el poema que Inés había escrito y que decía... "He subido al cerro, entre olivos cargados de negras y brillantes aceitunas, bajo un sol de primavera que calentaba el alma y deslumbraba los ojos, para así contemplar desde arriba la alba paloma anidada entre montes y aceitunas". La idea de la paloma blanca entre olivares también la había tenido ella mucho antes de conocer ese texto de su pariente.

Se sintió confortada al pensar que un mismo sentimiento hubiera sido compartido por dos personas de una misma familia en épocas distintas, sin que una de ellas supiera que la otra mujer, ya desaparecida, había existido. Seguro que para Inés, tan lejos de su campiña cordobesa, también era difícil olvidarse de los días soleados y de las noches cargadas de perfume de jazmines y azahar. Pasó su mano por la áspera madera, a manera de despedida. Con paso lento descendió por la carretera, encaminándose de nuevo hacia el pueblo.

El canto de los pájaros y las voces lejanas de los trabajadores en los viñedos eran los únicos sonidos que alegraban la mañana. Se sintió plena, reconfortada y fortalecida con un sol que le acariciaba la cara y prendía llamas de bienestar en su espíritu. Comenzaba un nuevo día de paz y sosiego en el pueblo, un día esplendoroso que se prolongaría hasta bien entrada la noche, para seguir, a la madrugada siguiente, con su historia de milagros cotidianos, como una rueda que gira y gira sin principio ni final, eternamente.

Igual que eternamente escucharía a la abuela, o a la tita Eladia que le decían... niña, ¿quieres un joyo?.


Mª del Carmen Polo Soler

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Excelente tu aportación Mari Carmen


Pues sí, ese es el propósito tanto del Blog como de la web y los foros. El compartir vivencias y aspectos relacionados con Nueva Carteya, y no sólo por mi parte sino de todos. Ya sabemos que la pluralidad aumenta la calidad con el contenido.

Desde aquí animo a todos los carteyanos/as a su aportación para recrear tanto el pasado, presente como el futuro de nuestro pueblo.

Un saludo.

lunes, 16 de julio de 2007

El Chache Frasquito


Un día, buscando fotos sobre la Semana Santa carteyana encontré una foto que no esperaba y de la cual no sabía su existencia. Fotos antiguas hay muchas, por supuesto, pero esta es distinta porque en ella aparece mi chache Frasquito, tío de mi padre y hermano de mi abuela.

Tengo hermosos recuerdos de aquel hombre, ligados al agua y a las violetas.
Subíamos con paso ligero hacia el depósito y mientras mi tío abuelo abría puertecillas y manejaba ruedas metálicas, yo cortaba flores y confeccionaba un ramo que al regreso le entregaría a mi abuela o a mi tía.

A veces mi vista iba más allá de las violetas, que crecían salvajes alrededor del depósito, y se posaba en los montes vecinos. Yo giraba sobre mí misma redescubriendo el paisaje. Hileras de olivos verde oscuro como telón de fondo. Mirase donde mirase, los olivos parecían acogerme, saludarme.

Después mi vista se dirigía hacia el pueblo, tan blanco, derramándose monte abajo. Veía las calles empinadas, de escalones, y la iglesia, elevando su campanario hacia el cielo. También la gente, como hormiguitas, afanándose aquí y allá. Toda aquella estampa era paz y tranquilidad.

El chache Frasquito murió hace años y mi infancia quedó atrás, enredada entre los naranjos y los jazmines, pero en mi imaginación aún vuelvo a cortar, como era mi costumbre, violetas y flores, para la abuela. Y siento el calor a través de la tela del vestido, como éste se pegaba a mi piel y cómo las palmas de mis manos se humedecían. Incluso puedo sentir el canto de las chicharras y percibir el aire diáfano que llevaba hasta mí los ladridos de los perros, los cantos de los gallos y las voces de los trabajadores en el campo.

Por eso, al ver esta foto, he vuelto a recordar aquellas tardes de verano de mi niñez. Tardes maravillosas, corriendo por las calles, llegando hasta las eras y sintiéndonos siempre libres, igual que pajarillos.

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domingo, 15 de julio de 2007

Impresiones

Pintura de Modesto Urgell Inglada




Pienso que si me preguntaran qué era lo que más me gustaba cuando era pequeña y viajaba a Nueva Carteya para visitar a mis abuelos, contestaría, sin dudar ni un momento, que me encantaba, al despertarme, sentir el canto de los gallos y oír el tañido de las campanas de la iglesia. Era una dicha tan grande, tan hermosa, que no se puede expresar con palabras.

Yo era niña y no sabía definir los sentimientos que afloraban en mí cuando aquello sucedía. Hoy, que soy adulta, sé que aquello era simple y pura felicidad. La más pura de todas. Sentir a los gallos era, para mí, saber que estaba en el campo, cerca de las eras, de los olivos, de las viñas...

Era tener la certidumbre de que iría con el chache Frasquito al depósito, al llegar la tarde-noche, para cortar el agua, y aquel lugar que albergaba al depósito, situado en lo más alto del pueblo, era maravilloso, estaba encantado, porque estaba florecido de violetas. Se dominaba todo el pueblo desde aquella altura y yo, en mi gran pequeñez, me sentía la diosa del Crepúsculo.

Era, también, saborear de antemano el pan con aceite y azúcar para merendar; y dar por sentado que cogeríamos higos de los huertos, uvas de las cepas y garbanzos verdes directamente de la mata o que iríamos al cine de verano, con su olor a rosas y jazmines invadiendo mi olfato mientras mi corazón galopaba al unísono con los indios que tomaban al asalto el fuerte y los buenos se batían desesperadamente hasta que el Séptimo de Caballería hacía su aparición en aquel secarral donde sólo vivían lagartos y serpientes.

Era pasear con las amigas -sobre todo con mi amiga Charo, la que vivía en la calle San Juan, frente a la casa de mi abuela, y las demás chicas, de las que recuerdo muy poco- y decirnos secretitos al oído mientras tonteábamos con los chicos de las calles vecinas...

Era, en fin, tener por seguro que el pueblo entero se convertía en nuestro campo de juegos, nuestro propio fuerte, nuestro teatro particular.

Nueva Carteya era mágica para mí, que iba de vacaciones cada año para reencontrarme con un pequeño gran mundo al que yo amaba y al que me sentía profundamente unida, aunque no viviera allí.


María del Carmen Polo

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P.S. He dejado en este blog de Nueva Carteya dos entradas y pienso dejar algunas más, con el permiso de Francisco Julio, creador y supervisor de este lugar.

Pero echo en falta que otras personas entren y dejen sus escritos. Quisiera animar, pues, desde este espacio que Francisco ha tenido a bien facilitar para que los carteyanos puedan expresarse, a compartir, al igual que hago yo, sus recuerdos o su actualidad, relacionada con este pueblo. Yo no vivo en Carteya, es cierto, pero he pasado muchas temporadas allí, sobre todo en mi infancia y adolescencia, por eso está muy unida a mi vida y por eso me gusta escribir sobre todo aquello.

No sé si este portal lo lee mucha gente o poca, si les gusta escribir o no, pero a mí me encantaría conocer sus vivencias a través de este blog.

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jueves, 12 de julio de 2007

Nueva Carteya

Pintura de Rafael Romero Barros



Este poema lo escribí pensando en la casa de mi abuela y en Nueva Carteya.



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Gallos que cantan al alba.
Uvas negras que cuelgan
de la vieja parra.
En el patio una morera
de verdes moras amargas.
Tiestos de hierbabuena
por doquier y, puestas,
en la pared, macetas
con jazmines y violetas.

Geranios rojos en flor
que se riegan con amor
cuando se apaga el calor
y la tarde ya refresca.
Alrededor de la puerta
madreselvas, campanillas,
algunas rosas silvestres
y la malva buganvilla.

En el cielo brilla el sol.
Dando vueltas en la era,
mulas torpes y cansinas,
se mueven en el sopor
de un día que ya declina.
De oro parece el grano
que entre la paja quedó
al finalizar la trilla,
en la tarde de verano.
Los campesinos, cansados,
descansan en la arboleda.
Callan, mudos, los arados.
El tiempo quieto se queda.

En el horizonte claro
rubios campos de trigales
se ondulan como los mares
desgranando su canción.
Alguien canta en un rincón,
con un sentir desgarrado.
Alma que sufre y que llora
y su canto, desolado,
suena como la oración
que se reza en las alcobas
al encenderse la aurora.

Palmeras en suave danza.
Aguas que fluyen mansas
por cauces deshilachados.
El aire huele a azahares.
Barro rojo en los tejares.
Y en lo alto de la loma,
casa blanca, cual paloma,
rodeada de olivares.

Ya llegó la anochecida.
Ya la calina se aleja.
La niña, triste, suspira,
asomándose a la reja
de una ventana florida.
Con su carita de grana
y el pecho lleno de anhelo
corta florecitas blancas
del frondoso jazminero
y las coloca, despacio,
entre su mata de pelo.

Espera la niña en calma,
como siempre lo ha esperado,
que vuelva a rondar la casa
su galán enamorado.

El cielo luce inflamado
con mil luceros de cobre.

La luna lava su cara
y aparece tras los montes.

Un rasgueo de guitarras
hace estremecer la noche.


Mª del Carmen Polo Soler

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miércoles, 11 de julio de 2007

En Homenaje a Eladia Cantero

Pintura de Eliseo Meifren i Roig

Puesto que en esta web se trata de hablar de Nueva Carteya o de carteyanos, y como quiero participar de alguna manera, aunque no viva en este pueblo del que tan hermosos recuerdos tengo, yo quiero hablar sobre mi abuela, Eladia Cantero. Una carteyana de la que aprendí un montón de cosas.

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La casa de mi abuela, días antes de la Navidad, olía a canela, a granos de anís, a aceite de oliva, a almendras, a miel... Y el resto del año, por las ventanas que daban al patio, se colaba el perfume de las rosas, las violetas, los don diegos de noche y los geranios. También había una parra que en agosto se adornaba de gruesos racimos de uvas moradas. Las avispas zumbaban a su alrededor y yo, sumida en el sopor de la tarde veraniega, las miraba hacer sus acrobacias cuidando de que no se acercaran demasiado, por temor a sus picaduras. Incluso hubo una morera de tronco grueso y rugoso por el que serpenteaban hileras de hormigas negras y algunas arañas diminutas. Cuando las moras maduraban, el suelo se teñía de malva, y con sus hojas mis hermanos, mis primos y yo alimentábamos los pequeños gusanos de seda que guardábamos en una caja de zapatos. Un día, ya no recuerdo cuándo, cortaron la morera y con ella cercenaron un buen pedazo de la historia familiar.

Mi abuela, además de hacer pestiños, tortitas, magdalenas y otros dulces que nos dejaban los dedos y la barbilla chorreando miel y alegría, era costurera. Lo había sido desde que era una jovencita e iba por las casas de las familias pudientes tomando medidas, probando vestidos, cosiendo volantes y puntillas, subiendo falsos, ajustando hombreras... El comedor de la casa era su atelier de couture. Y, también, cuando yo iba de vacaciones, mi sala de juegos. Los cestos con retales de telas de organdí, de piqué, de algodón, de percal, de seda, al igual que los hilos de colores, junto con los figurines, las tijeras, el metro, las agujas y los alfileres, me hablaban de un mundo íntimo donde las mujeres hilvanaban su vida diaria, sus sencillas historias, al ritmo de las canciones de Imperio Argentina, de Juanito Valderrama, de Paquita Rico, de Marifé de Triana, o de las novelas radiofónicas que cada tarde, a las cuatro, dejaban oír las voces de Matilde Conesa, Pedro Pablo Ayuso, Matilde Vilariño, Juana Ginzo...

Yo era muy pequeña, pero eso no me impedía comprender –sin saberlo- que aquel salón, con la abuelita, mi madre, las titas y alguna que otra vecina, era una especie de santuario donde los varones no tenían lugar. Los días de mucho calor las sesiones de costura se celebraban en el patio, bajo la parra. Mientras las mujeres cosían, charlaban, reían, yo cortaba pétalos de geranios y me ponía uñas postizas. A veces mi abuela me dejaba que regara las plantas, pero en general, quien las regaba y cuidaba, a la caída de la tarde, era ella. Se movía lentamente, de aquí para allá, arreglando tallos, cortando hojas y flores muertas, esponjando la tierra...

Su patio era, me imagino, como los demás patios del pueblo: muros blancos con tiestos de los que colgaban las gitanillas de color de rosa; macetones de geranios rojos como la sangre alineados junto a las paredes; jazmines y rosales en las esquinas; violetas en las ventanas, y en un pequeño arriate cultivaba la hierbabuena, el perejil, la albahaca, y alguna que otra malva real de hojas ásperas y flores maravillosas, en cuyos cálices libaban gruesos abejorros y pequeñas mariposas.

La abuela era como su casa: limpia, alegre, generosa, acogedora, discreta... Su pelo blanco, siempre lo tenía recogido en un moño; sus manos huesudas, cubiertas de manchitas marrones eran manos que olían a pan y a aceite, que prodigaban caricias, limpiaban mocos, alisaban los cabellos rebeldes, enjugaban lágrimas y repartían amor entre todos, y en los bolsillos de su mandil de cuadros azules, siempre guardaba algún caramelo para los más pequeños.

Mi abuela se marchó un día, sin estridencias, discretamente, con la misma serenidad que había vivido. Y a mi me dejó el recuerdo de un mundo de color y de amor, mezclado con el sabor y el olor de la canela, el aceite, la almendra y los granitos de anís.


María del Carmen Polo
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Un beso para mis primos, Francisco, Carmen, Vicente y Miguel, del bar Las Palmeras.

Otro más para mis otros primos, Eladio, Francisco y Miguel Ángel Polonio Polo.

Y también para mi primos Josefina y Miguel Polo Polo.

Y mis cariños para toda mi familia carteyana, a muchos de cuyos miembros apenas conozco pero que me encantaría conocer.

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Un nuevo ramal llevará agua del embalse de Iznájar hasta Baena

03:02 ANA J. TORRES
Baena se abastecerá con agua del pantano de Iznájar en poco tiempo. La Agencia Andaluza del Agua, dependiente de la Consejería de Medio Ambiente, ha diseñado un proyecto para que ello sea posible, que consiste en la ejecución de un ramal que porteará el agua desde Nueva Carteya hasta la zona del manantial de Fuente Alhama, en el término baenense. La iniciativa, que espera ahora la adjudicación del contrato de obra, ha salido a concurso por 2,64 millones de euros y un plazo de ejecución de diez meses, señalaron fuentes de la Agencia del Agua. El trabajo consiste en una conducción de unos 15 kilómetros desde el municipio carteyano hasta Fuente Alhama.
Para la puesta en marcha del proyecto también será necesaria una actuación complementaria, que consistirá en la remodelación y adecuación de la estación de bombeo ubicada en el término municipal. El otro eje del plan es el depósito que comenzó a funcionar hace un año en Baena y en el que se invirtieron 1,4 millones de euros. Este centro de almacenamiento de agua tiene una capacidad de 35.000 metros cúbicos y, "junto al nuevo tramo, forma parte del programa de suministro de agua que se pretende desarrollar en esta zona durante un periodo de 25 años", explicaron fuentes de la Agencia Andaluza del Agua. El hecho de que la localidad reciba recursos del embalse iznajeño supondrá triplicar la disponibilidad de agua para su consumo en Baena.
Así, las obras del ramal de Nueva Carteya a Fuente Alhama "finalizarán en unos 12 meses si se cumplen las previsiones establecidas para la tramitación, el procedimiento y la adjudicación del plan, siempre que la presentación de las ofertas por parte de las empresas se realice en el plazo actualmente vigente", según explicaron las mismas fuentes.
En este proyecto, la empresa provincial de aguas de la Diputación (Emproacsa) tendrá que intervenir para facilitar la conexión de las conducciones y que entre en servicio el nuevo ramal. La redacción del proyecto del nuevo ramal correspondió al Ayuntamiento de Baena, cuyos responsables han señalado en varias ocasiones que no se trata de una obra complicada, ya que consiste en duplicar la red que ya existe. La ciudad de la Campiña Este se ha visto obligada a ejecutar este proyecto porque los manantiales de los que se abastece la localidad han visto reducidas sus reservas, mientras que el consumo ha ido en aumento y se teme que los veneros no resistan el crecimiento tanto de la población como del consumo industrial.
El Ayuntamiento de Baena entregó el proyecto del nuevo ramal a la Agencia Andaluza del Agua en enero de este año, si bien la licitación de los trabajos no se ha producido hasta ahora. La obra podrá estar adjudicada en unos dos meses aproximadamente.
La principal consecuencia de esta actuación es que Baena se suma a la amplia lista de municipios de la zona Sur de la provincia de Córdoba que se nutre del pantano de Iznájar, el más grande de Andalucía con 981 hectómetros cúbicos de capacidad. De esta gran lago andaluz se abastecen más de 200.000 personas a día de hoy. No obstante, la escasez de lluvia en los últimos años han llevado a este embalse a unos registros poco habituales. De hecho, según las mediciones de la Confederación Hidrográfica del Guadalquivir, se encuentra por debajo del 30 por ciento de su capacidad.

martes, 10 de julio de 2007

Tapia califica de "caótica" la tesorería municipal


NUEVA CARTEYA EL ALCALDE DENUNCIA LA SITUACION DEL AYUNTAMIENTO.
Tapia califica de "caótica" la tesorería municipal
Teme que no se pueda pagar la nómina de julio a los trabajadores.


http://www.diariocordoba.com/


04/07/2007 S. CRESPO

Vicente Tapia.


El alcalde de Nueva Carteya, Vicente Tapia (IU), denunció durante el último pleno ordinario la "preocupante" situación económica en la que el nuevo equipo de gobierno ha encontrado el Ayuntamiento.
Según Tapia, el estado de la tesorería municipal es "caótico" y se ha gastado ya el adelanto de la recaudación anual de los impuestos. Además, señaló que unos 305.000 euros de un préstamo para un centro de iniciativas empresariales se ha empleado en otros menesteres. El regidor hizo referencia a subvenciones como la del centro de inmigrantes o la del centro de día, gastadas "en otras cuestiones".
El alcalde resaltó que se ha recibido un aviso de corte de suministro de Sevillana-Endesa "debido a la abultada deuda".
Estas dificultades, según Tapia, pueden llevar a que los trabajadores municipales no cobren la nómina de julio. A pesar de ello, incidió en que "se están llevando a cabo las gestiones necesarias para buscar la financiación que el Ayuntamiento necesita".
Por su parte, el portavoz del PSOE, Antonio Ramírez, justificó la situación en el esfuerzo que se hizo a final de legislatura para pagar a los proveedores. Ramírez insistió en que durante su gobierno se basó en el principio de caja única y "se ha hecho frente a las subvenciones, se ha pagado a los trabajadores y hasta ahora no habíamos recibido avisos de corte de luz". Ramírez denunció insultos del público asistente al pleno, unas 100 personas.

Padres, a escena

www.diariocordoba.com

Desde el AMPA del instituto Cumbres Altas de Nueva Carteya se ha creado una asociación cultural y teatral que ha representado la obra ´Eloísa está debajo de un almendro´, a modo de espectáculo de fin del curso escolar.



02/07/2007 Un momento de la representación de la obra ´Eloísa está debajo de un almendro´, en el teatro de la casa de la cultura.

Un momento de la representación de la obra ´Eloísa está debajo de un almendro´, en el teatro de la Foto:TOMAS OTEROS
En Nueva Carteya, padres y madres intercambian los papeles con sus hijos cuando llega la fiesta de fin de curso en el instituto Cumbres Altas. Y es que son los miembros del AMPA los que ponen en escena la tradicional representación teatral propia de estas celebraciones, para asombro y orgullo de los alumnos.
El año pasado se representó Tres sombreros de copa y el éxito fue tal que se hicieron otras dos funciones para el público en general. Pero no quedó ahí la cosa, porque los padres le cogieron gusto al teatro y han creado una asociación teatral que lleva el nombre de esta obra. Desde noviembre, no han parado de ensayar para la función de este año, que era Eloísa está debajo de un almendro . El esfuerzo ha merecido la pena. Se han llevado a cabo cinco representaciones y en todas se ha llenado el teatro. Entre el público, aplausos y carcajadas con las ocurrencias de unos excéntricos personajes, sin olvidarse del perro, que interpretó su papel a la perfección, como todo el reparto.
Juan Antonio González, presidente de este colectivo, se mostraba muy satisfecho con la acogida que ha tenido esta iniciativa, tanto entre el público, como entre los padres, que poco a poco se van animando a participar. No en vano, de los 14 actores de la primera obra se ha pasado a los 28 de este año. Y para el curso que viene, más.