lunes, 1 de octubre de 2007

La Recogida de la Aceituna

Pintura de Mariano Barbasán


El campo andaluz tiritaba con los primeros fríos de noviembre. Las lluvias de días pasados habían humedecido las tierras y la niebla envolvía la madrugada de los olivares.

Hacia las cinco de la mañana los gallos dejaban sentir su canto por los montes, llamando, una vez más, a la actividad. En la cortijada, la vida comenzaba a desperezarse.

Una veintena de mujeres abría los ojos al nuevo día en la sala destartalada que les servía de habitación. Olía a sueño, a sudor rancio y hacía frío. Mucho frío. La lana de los colchones formaba bolas que se incrustaba en los riñones. Apenas se atrevían a moverse para que el dolor no les impidiera conciliar el sueño. Debajo de las camas de hierro oxidado ocultaban los hatillos de ropa, las maletas de cartón duro donde guardan las pocas pertenencias que se habían llevado para lo que durase la temporada. No era mucho tiempo. Tres meses. Tres meses y todas estarían de vuelta en sus pueblos, en sus casas, con sus padres o sus maridos.

Los gallos volvieron a cantar. Todas las mujeres, ya vestidas con los jerseys de lana oscuros, las faldas viejas sobre los pantalones raídos y calzadas con las botas desgastadas por el uso, se dirigieron al patio, al pilón, para lavarse la cara y arreglarse un poco el pelo. Una fina película de hielo se rompío al meter la mano en el agua. Un chillido de una de las muchachas hizo que las risas resonaran por todo el lugar.

Para Dolores Espejo era su primera temporada. Su padre no quería dejarla ir, pero ella había insistido, “Padre, ya tengo catorce años, y mi madre iba desde los trece. También va mi prima y la chacha Feliciana... Déjeme ir, padre, no sea usted así. Lo que saque será para mi ajuar”. Dolorcillas reía con el resto de las muchachas que chapoteaban en el agua helada. Era su primera temporada. Tenía polvo de oro en los ojos y el pelo de color azabache, como las noches de la campiña cordobesa.

Los hombres preparaban las mulas cargando los aperos, el agua y la comida. Aquel día estarían bastante alejados del cortijo y no iban a regresar hasta la anochecida. El capataz revisó las cargas y, a grandes voces, metió prisa a las mujeres, que, entre risas y cuchicheos, se afanaban en la cocina, terminando los tazones de leche humeante y las hogazas de pan con aceite y azúcar. Ya todo estaba listo para la marcha. La procesión de hombres y mujeres salió por la puerta de hierro de la cortijada blanca, camino de los olivares que se extendían por los cerros cercanos. Una Virgen del Rosario, chiquita y risueña, les veía marchar desde la hornacina situada por encima de la puerta de entrada. Eran las siete y media de la mañana y la luz comenzaba a extenderse lentamente por el cielo, aquel cielo en el que las últimas estrellas vigilaban al mundo desde su lejanía y su indiferencia.

La semana transcurría lentamente. La recogida de la aceituna era dura pero tenía sus compensaciones. Las coplas que cantaba Vicente eran una de ellas, coplas picantes que ponían una nota de color en las mejillas de las mozas más jóvenes y producían grandes carcajadas en las mujeres más curtidas. El corazón caminaba más ligero cuando la gente cantaba y los dedos se sentían más ágiles para recoger el negro fruto esparcido alrededor del olivo.

El momento del almuerzo siempre era acogido con gran algazara. Era entonces cuando el ingenio, de hombres y mujeres, salía a flote mientras las botas de vino pasaban de mano en mano, vertiendo el oscuro líquido en las bocas sedientas. Los zorzales y los pajarillos asados de Gabriel eran otro de los alicientes. A Dolores Espejo le caía bien Gabriel aunque el muchacho no se relacionaba mucho con ella. Gabriel no era de su pueblo. Era de una aldeílla que estaba a un día de viaje a caballo. Tenía veintitrés años y muy pocos amigos, pero a Dolorcillas Gabriel le caía bien. Quizá porque sabía que cada mañana ponía las trampas o cazaba con aquella escopeta negra, de la que casi nunca se separaba, y luego le ofrecía a ella parte de lo cazado.

De regreso al cortijo, al anochecer, el cansancio reflejado en los rostros, cada uno trataba de asearse lo mejor que podía antes de la cena. Las mujeres se quitaban los pesados faldones y los pantalones cubiertos de barro y los sacudían para poder ponérselos al día siguiente. Las botas tenían la tierra tan incrustada que a duras penas lograban despegarla de las suelas. Una vez limpias, se reunían con los demás en la cocina, una cocina inmensa, caldeada por la gran chimenea que ardía en uno de sus extremos. El centro estaba ocupado con una mesa de madera llena de rayas y de hendiduras. Encima de aquella madera oscura estaban puestas las hogazas de pan, las bandejas con el queso y las aceitunas y los platos hondos donde Elvira, la cocinera, iría vertiendo grandes cazos de lentejas humeantes. Era la hora en la que el capataz indicaba el lugar donde se varearía al día siguiente, o cuando se exponía algún problema surgido durante el día. El capataz no era uno de ellos. Lo respetaban porque trabajaba para los “Señoritos”, y los “Señoritos” eran los que pagan el jornal, pero el capataz, Leocadio, no gozaba de ninguna simpatía entre los jornaleros. Aquel hombre cejijunto y de piel cetrina, les inspiraba temor y antipatía. Procuraban, por todos los medios, no estar cerca de él.

El domingo era el día de descanso tras seis días agotadores de trabajo. Algunos hombres marchaban, a caballo, a visitar a sus mujeres, o a sus novias, que vivían en cortijadas cercanas, pero la mayoría permanecían en el cortijo, lavando las ropas, repasando los desgarrones de los pantalones o de las faldas, aseando las habitaciones. Descansando. El domingo Gabriel salía temprano al campo con su escopeta. Dolorcillas lo veía marchar por las cuadras y le gritaba: “¿Pero adónde vas, Gabrielillo?”. Él apenas se volvía y le contestaba: “¡A cazar zorzales!”. Y le veía alejarse por el camino, hasta que desaparecía entre los olivos.

Cuando regresaba, varias horas más tarde, se sentaba en una piedra con una cubeta de cinc a su lado y amontonaba cerca de él los pajarillos y los zorzales que había cazado. Dolores se sentaba en una silla pequeña de anea, a su lado, y mientras él desplumaba las aves y les quitaba las tripas, ella le hablaba de los bailes de su pueblo, de los mozos, de su familia. De aquel día cuando se desbocaron los burros del tío Marcial y corrieron, como locos, por todo el pueblo, los cascos resonando contra las piedras de las calles, ante la mirada atemorizada de chicos y mayores. Le hablaba de su ajuar y de su futura boda. “¿Pero tienes novio?”, preguntaba Gabriel, “No, aún no –contestaba la muchacha- pero ya no puedo dejarlo mucho tiempo más o me quedaré para vestir santos”.

Dolores hablaba con la sabiduría que le daba el saber que en su pueblo una moza de veinte años sin novio sería una solterona para toda la vida. Y seguía hablándole a Gabriel hasta que un olor familiar llegaba a sus narices: el olor de los torreznos, de las morcillas y los chorizos fritos; el guiso de conejo con patatas; el olor del pan caliente... Era la hora del almuerzo y Gabriel recogía los zorzales y los pajarillos desplumados y se acercaba hasta la chimenea de la cocina para asarlos y llevarlos a la mesa, junto a todo lo demás. Después del almuerzo se charlaba, se reía y Cristóbal tomaba su guitarra y cantaba por bulerías, mientras los demás hacían palmas y jaleaban.

Y la tarde, juguetona, se dejaba mecer entre cantos y nostalgias.

Aquella madrugada Dolorcillas se sintió indispuesta. Sentía como si unas garras agudas anduvieran destrozándole las tripas. Se levantó de la cama sin hacer ruido. Dudó si debía llamar a su prima Encarna, que estaba en la cama de al lado, pero la vio tan profundamente dormida que le dio pena y calzándose las zapatillas salió al patio para encaminarse hacia las cuadras. Abrió la puerta de la cuadra y sintió el vaho caliente que impregnaba la estancia, el olor de la paja y el resoplar de algunas de las bestias. La claridad de la luna se filtraba a través de la puerta entreabierta. Dolores se llevó de nuevo la mano al vientre y se inclinó hasta que se le pasó el retortijón. Avanzó hacia un rincón, cerca de la entrada, se bajó las bragas y se quedó paralizada mirando una gran mancha de sangre en la tela blanca. “También es mala suerte, empezar a sangrar justo ahora”, pensó Dolorcillas, algo aliviada al comprender lo que le ocurría. Trató de componerse de nuevo las faldas cuando el ruido del portalón al cerrarse le hizo correr hacia la salida; un segundo después sintió una mano que le tapaba la boca y tras un fuerte forcejeo notó la humedad del suelo, sintiendo que algo duro se abría paso entre sus piernas y le traspasaba las entrañas. Un daño desgarrador le hizo perder el sentido.

Gabriel había salido al patio acuciado por las ganas de orinar. La noche estaba fría y en calma. Miraba al cielo estrellado cuando vio pasar una estrella fugaz. No sabía si pedir un deseo. No, mejor no pedía nada... Ya se disponía a regresar al cuarto de los hombres cuando observó que se abría la puerta de la cuadra. El capataz salía de ella y se dirigió con paso rápido al otro extremo del patio. Gabriel, oculto por las sombras, dio media vuelta y volvió a la cama.

Dolores abrió los ojos y trató de incorporarse. Un dolor agudo e insoportable le hizo volver a agacharse. Sentía sus muslos húmedos y doloridos. Despacio se incorporó y agarrándose a las paredes se acercó a la puerta. Cuando logró salir al patio aspiró el aire frío de la madrugada y sintió resbalar la sangre por las piernas. Al llegar a la habitación, lloró todo su miedo y su rabia. Las mujeres se despertaron y sin comprender bien qué había sucedido acudieron a su lado.

A las seis y media de la madrugada todos estaban esperando la orden de salir. Los gallos hacía rato que habían comenzado a dar la bienvenida al día. El grupo de hombres y mujeres, con el capataz al frente, no hablaban, ni reían. Nadie decía nada pero todos sabían lo sucedido. Dejaron atrás la cortijada y la cuadrilla se envolvió en la sombra de los olivares. El trabajo continuó, como siempre se había hecho.

Hacia medio día los jornaleros pararon para almorzar. Se dispersaron bajo los olivos y comieron en silencio. Leocadio se había ido caminado por la vereda que llevaba a Fuencaliente. Gabriel se levantó de su grupo y se alejó, con su escopeta bajo el brazo. Alguien le gritó: “¿Adónde vas, Gabriel?”. “¡A cazar zorzales!”, respondió el mozo, perdiéndose en el olivar.

Volvieron al cortijo con las últimas sombras de la tarde. Iban en grupos. Rezagados unos. Solitarios otros. Cabizbajos. La gente no se extrañó al no ver al capataz en la cocina. “No tendrá hambre, el muy hijo de puta”, comentaron algunos.

La madrugada los recibió, un día más, con los campos blancos por la escarcha. El capataz no había salido de su aposento. Nadie lo había visto esa mañana en las cuadras, preparando a los animales, ni en ningún otro lugar.

El capataz no estaba en la cortijada.

Muy a pesar de los jornaleros, se organizaron batidas para buscarle. Los hombres se dividieron en parejas. Era posible que Leocadio hubiera caído por alguna barranca y nadie se hubiera dado cuenta. Los hombres rastrearon las veredas, los barrancos, las cortadas...

Dicen que debió ser hacia media mañana cuando uno de los hombres descubrió, bajo un olivo, el cuerpo embarrado de Leocadio, el capataz.

Yacía boca arriba.
Los puños cerrados.
Los ojos abiertos.
Con un disparo en la frente.
Y otro en el corazón.

Mª del Carmen Polo Soler

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1 comentarios:

A las 2 de octubre de 2007, 16:20 , Blogger Jesús ha dicho...

Ummm, recuerda un poco a los santos inocentes

 

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